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El cuarto de los huesos está sobrepoblado

Daniel Valencia Caravantes / Fotografía: Fred Ramos
Publicado el 23 de Septiembre de 2013 | Comentarios (0)
¿Dónde están los desaparecidos? En el último año y medio, el Equipo de Antropología Forense del Instituto de Medicina Legal estudió 120 osamentas vomitadas por la tierra, y en 16 años ha recogido millares de huesos que ya no caben en un pequeño cuarto que vomita historias de masacres de la guerra, de las pandillas, de migrantes. El cuarto se vacía a cuentagotas porque no hay recursos ni interés de los fiscales o de los policías. Por eso 500 reaparecidos sueñan reencontrarse, algún día, con sus familiares errantes.

Ahora Raymundo Sánchez entra al cuarto de los huesos, esquiva un escritorio y saluda a Saúl Quijada, un hombre serio, pequeño pero fornido, dueño de una frente amplia y una línea en el bigote perfectamente rasurada, como dibujada con delineador. Un Pedro Infante salvadoreño. Raymundo Sánchez, en cambio, es laaargo, moreno y colmilludo. “Un corazonsote con dos largos brazos y dos largas patas”, dirán de él sus compañeros. Raymundo Sánchez atraviesa el cuarto de los huesos con La Muchacha en brazos. A toda prisa. Al final del cuarto hay una puerta que descubre un patio. Sale. En el patio hay un caldero y debajo una hornilla conectada a un tambo de gas. Raymundo Sánchez crea fuego. Quien lo viera ahí, acurrucado, claudicaría ante un espejismo: un brujo juega con su pócima; llena con agua el caldero y ahoga a La Muchacha, sumergiendo una por una todas sus partes; agrega una pizca de Axión quitagrasa y se dispone a esperar tres horas de cocción. Al cabo de unos minutos el agua ya bulle y hace revolotear los 146 huesos en los que está resumida La Muchacha. El cuerpo humano tiene más huesos que esos 146, pero esa ausencia no inquieta a Raymundo Sánchez. Son suficientes y él los necesita pulcros. “Limpitos, chelitos”, dice. Aprisionada, sometida bajo un trozo ahumado de duralita, La Muchacha ni viva hubiese dado pelea. No tiene cómo: alguien le robó para siempre los brazos.

—Esta es La Muchacha de Ilopango –dice Raymundo Sánchez-. Fue encontrada en un segundo enterramiento. Se presume que su novio la mató y la quiso desaparecer dos veces. Quién sabe dónde quedaron sus bracitos.

***

Cuando el caldero alcanza la ebullición desparrama por sus costados un charco grasiento que chorrea hasta el suelo. Afuera San Salvador es humo, es grito de vendedores alrededor del Centro de Gobierno, es el silencio de un palacio legislativo que al fondo de este complejo parece estar pintado. La Corte Suprema de Justicia está al otro lado de la calle, cuatro pisos arriba en el palacio judicial. Demasiado en el cielo para un país en el que los más desgraciados seguro, seguro, seguro, terminarán bajo la tierra, hasta que alguien los encuentre –si los encuentran- y acaben en la esquina de este patio, cocidos en el caldero que custodia Raymundo Sánchez. El caldero humea y La Muchacha se evapora y se eleva al cielo; las nubes están cargadas; se viene un mes gris y lluvioso. Hay mañanas en las que cuesta más trabajo tenerle fe a la humanidad, sobre todo si amaneces frente a la sopa de una muchacha.

***

Al cuarto de los huesos entra Óscar Armando Quijano, un médico cincuentón dueño de un par de lentes y unas corbatas de colores brillantes. El doctor Quijano es el jefe del Equipo de Antropología Forense (EAF) del Instituto de Medicina Legal de El Salvador. Él no evoca a ningún actor, pero a partir de esta, todas sus entradas a este cuarto harán recordar al Kramer de Seinfeld. Es un hombre-cómico, un chistoso, un jodarria. Cuando entra, un instante es un tornado, el cuarto cobra vida, se alegra, hasta que él invoca seriedad.

—¡¿Cómo estamos, vieja loca!? – le dice al doctor Saúl Quijada. El hombre del bigote fino deja en paz a una calavera, la coloca sobre un estante y choca palmas y puños con su amigo. Se molestan desde hace 15 años. Por llamarse de esa forma –un episodio que tiene a la base una película de Pedro Infante y a una mujer bonita que se les puso enfrente- ambos son conocidos como “Las viejas”.

Ahora, el doctor Quijano se dirige a Raymundo Sánchez, pero en realidad nos está hablando a todos.

—¡Ajá, Humildad! Este hombre es pura humildad. Y tiene pedigree. ¡¿Verdad, Humildad?!

Raymundo Sánchez se retuerce en su silla. Ríe, todos reímos, hasta que el doctor Quijano deja de retorcerle los pellejos de las costillas.

—¿Vieron? ¡No chilla!

El doctor Quijano se pone serio y se dirige hacia el patio. Un instante es la calma. Atraviesa la puerta que da al patio. Percibe el vapor, imagina a La Muchacha, la huele. Me levanta las cejas. Me da una palmada en el hombro:

—Con verduritas, mire… ¡sabroso!

De nuevo, desgraciados todos, reímos.

***

Ahora el cuarto de los huesos huele a huesos recién hervidos. Los salvadoreños dicen que los muertos sueltan un “ijillo”, pero eso es Chanel junto a esta patada que destroza el tabique nasal. Luego baja torbellino por la tráquea, somete los pulmones; estos se defienden, y lo que no es exhalado es porque se escabulló hacia la boca del estómago, donde desbarajusta todo. Pero eso solo ocurre la primera vez que se entra en el cuarto de los huesos, un rectángulo blanquecino gracias a tres brillantes lámparas. Lo menos importante aquí son tres estanterías y un lavamanos. Lo más importante son cuatro mesas sobre las cuales descansan esqueletos. Dos de las mesas son tablones improvisados sobre unas armazones de hierro; las otras dos son tablones sobre unas columnas hechas con cajas de cartón, llenas de huesos; todas desarmables al menor contacto imprudente. Hay cajas apiladas por todos lados, cuatro sillas que no encuentran su lugar en el mundo, instrumentos colgados del techo… En el cuarto de los huesos se camina milimétrico, como los acróbatas en la cuerda floja. Un paso en falso le robaría la paz a los huesos.

El cuarto de los huesos reúne una colección de salvadoreños de la más fina clase de los desaparecidos: de la guerra y de la violencia actual, y de hace un año, de hace dos, tres, 10 o 30... En el cuarto de los huesos están los huesos de un niño que no alcanzó a nacer, de nacidos, de bebés, niños, niñas, jóvenes, hombres, mujeres, ancianos, ancianas... Hay baleados, mutilados, degollados, ahorcados, decapitados, acuchillados. Hay una chica que quiso fumar su último porro, un chico que tenía zapatos de patines y uno más que murió con los audífonos puestos. Hay tres guerrilleros, una familia masacrada hace 30 años, una pandilla de jóvenes... los médicos también han encontrado la calavera de un perro y la osamenta de una rata. Ahora son sus mascotas. Pero aquí los importantes son los huesos como los de El Pirata y, ahora, los de La Muchacha, aquella que limpiaron en sopa y se evaporó hasta el cielo.

El cuarto de los huesos es tan parecido al país que la ironía se sirve en bandeja: es tan chico como El Salvador que lo esconde; está tan saturado como El Salvador que lo esconde, es tan carente de todo que este cuarto debería llamarse “cuarto de huesos El Salvador” y no “Antropología Forense”. Por sobrepoblación, los huesos se arriman encima de otros huesos, separados todos por cajas de cartón, por viñetas que evidencian su lugar de origen. En el cuarto hay osamentas provenientes de los cuatro puntos cardinales del país. En el cuarto de los huesos, paradojas de la vida, se reencuentran los desaparecidos durante la guerra civil, finalizada hace casi 22 años, y de la violencia sin sentido de la guerra de las pandillas. Aquí se reencuentran, sin treguas, pandilleros de la Salvatrucha con pandilleros del Barrio 18. Y sus víctimas. También hay huesos que hablan de otros huesos: los de los migrantes que retornan calavera. Aquí se condensan tres de las más grandes tragedias del país. Son nuestros huesos de la guerra y de la "paz". Aquí hay huesos que invocan a sus parientes vivos. Huesos que resurgieron para gritar lo que ocurrió antes y lo que ocurre ahora. Huesos para denunciar la sociedad que fuimos y que somos. Aquí hay alrededor de 13 millares de huesos, correspondientes a 69 seres humanos, pero por este cuarto han desfilado más. Muchísimos más. Y todos, todos, todos, comparten una característica: alguna vez fueron engullidos por la tierra; y tiempo después la tierra los vomitó.

No hace mucho, un antropólogo forense peruano, encargado de la Oficina de Personas Desaparecidas y Ciencias Forenses de la ONU, visitó el cuarto de los huesos. Revisó estadísticas, se juntó con policías, forenses y fiscales. Por la cantidad de denuncias de desaparecidos, por la cantidad de casos que se encuentran, vivos o muertos, por la cantidad de casos que quedan sin resolver, José Pablo Baraybar concluyó: “El Salvador es como un cementerio clandestino. Ahí adonde pise está pisando la tumba de algún desaparecido”.

Al cuarto de los huesos llegan policías y fiscales buscando casos; madres, padres, hermanos y hermanas buscando familia. Nadie llega por casualidad ni por invitación. Quien entra a este cuarto es porque busca algo que se la ha perdido. Y quién mejor para ayudarles en su búsqueda, en este océano de huesos, que un barquero de radios y fémures largos llamado Raymundo Sánchez.

***

Raymundo Sánchez, técnico forense, cuelga los retazos de ropa de La Muchacha. Detalles como la ropa íntima son clave para identificar a los desaparecidos.
 
Raymundo Sánchez, técnico forense, cuelga los retazos de ropa de La Muchacha. Detalles como la ropa íntima son clave para identificar a los desaparecidos.

Ahora Raymundo Sánchez entra al cuarto de los huesos y se desnuda. De verdad tiene piernas y brazos largos. Café oscura la piel. Cuando suda parece atleta. A veces le gusta ir a correr a las gradas del estadio olímpico de la capital, al Mágico González, para liberar el estrés que acumula en el trabajo. Otras veces aparta las tardes para jugar basquetbol en un torneo entre oficinas del órgano judicial. Le gusta más el basquetbol que la carrera, pero intenta practicar ambos deportes para mantenerse en forma. Por su tamaño, indispensable para las canastas, sus amigos en el IML también le llaman “Largo”.

Raymundo Sánchez cuelga su ropa de ciudadano cualquiera detrás de la puerta y se disfraza de auxiliar forense, con un peculiar uniforme que a veces es celeste y a veces es verde, pero que invariablemente tiene bordado por encima de la bolsa, al lado del cuello en V, su nombre: “Sr. Sánchez”. Él no es médico, pero es como si lo fuera. Tiene 18 años como auxiliar forense, y tres como la mano derecha de los doctores Saúl Quijada y Óscar Armando Quijano. Ha cargado tantos muertos Raymundo Sánchez, que a veces bromea con estar maldito. Se lo dijo alguna vez un hermano del culto. “Ustedes, por jugar con los muertos, están malditos”. Raymundo Sánchez lo cuenta y sonríe. Y luego reflexiona en voz alta: “Pero quizá algo tenía de razón. Uno no sabe quiénes fueron en vida todos los que vienen a parar aquí. ¿Imagínese viene alguno embrujado?”. Él, también a veces, es bromista.

Raymundo Sánchez no le tuvo miedo a la muerte cuando, hace ya muchos años, menos largo y más muchacho, corría desde su casa, en el municipio de Ciudad Delgado, hacia las escenas que para esas fechas dejaba la guerra civil salvadoreña: cuerpos baleados, calcinados, aventados en plena calle, ante los ojos de una comunidad que lejos de vivir horrorizada, aceptaba esa normalidad. “Creo que siempre me llamaron la atención los muertos, desde chiquito. Yo era el primero en llegar cuando se sabía de algún baleado en la calle”, dice Raymundo Sánchez, al tiempo que menea remolino un polvo edulcorado en su termo de plástico. Bebe agua roja mientras se deja observar por sus mascotas: una familia de escarabajos clavados con alfileres sobre unos carteles que explican huesos; una mariposa negra alas extendidas que gira 360 grados, ensartada en la segundera de un reloj de pared; la calavera de un perro, completa, blanquísima, como el mármol, con sus colmillos en perfecto estado. No hace mucho la encontraron en una exhumación, a las orillas del lago de Ilopango, muy cerca de donde más tarde sacarían a La Muchacha. Iban por un desaparecido y regresaron con tres más y su nueva mascota. Todavía no la han bautizado.

Raymundo Sánchez quiso estudiar medicina, pero rápido tuvo que abandonar sus estudios cuando a mediados de los noventa se supo padre. Hoy su hija mayor lo admira, y por su padre se le ha metido que quiere ser investigadora de la Policía. Él la está convenciendo para algo que “dé más”. Probablemente ella se decante por una antropología social y después se especialice en antropología forense fuera del país. Su hijo menor también admira a su padre, y todavía se emociona cuando alguna vez, de esas esporádicas, él ha aparecido en alguna imagen de la tele. A las exhumaciones se les persigue como las avispas a la miel. “Pero todavía está muy cipote y creo que no sabe aún lo que quiere. Lo que sí me he dado cuenta que le gusta eso de los sistemas, de las computadoras”, dice Raymundo Sánchez. Por su familia, hace mucho tiempo, Raymundo Sánchez no dudó en abandonar sus estudios de odontología para ir por la plaza que le ofrecían en Medicina Legal: ir por los muertos para ganarse la vida.

18 años después su oficina es el cuarto de los huesos. Aquí trabaja, almuerza, atiende vivos, limpia huesos, cocina huesos, clasifica huesos, apunta datos, enseña huesos, guarda huesos, resguarda huesos. Cuando puede, un lapso después del almuerzo, descansa sus huesos y cierra los ojos, sentado en una silla. El escritorio de Raymundo Sánchez es prolijo, pero a veces las circunstancias lo desordenan. Papeles, requerimientos, memorándums. Al menos aquello que él logra controlar, la esquina del escritorio, siempre está ordenada: dos estanterías para una colección de lápices y lapiceros, en el que sobresale su cepillo dental. Atrás del escritorio de Raymundo Sánchez están los improvisados tablones de estudio, y sobre uno de ellos ahora yace La Muchacha, que se seca después de dos días de hervidas y lavadas. Pasada la etapa de cocción, Raymundo Sánchez, con un bisturí y con otro cepillo dental raspó los huesos para sustraerles hasta la última hilacha de carne. Luego ordenó el esqueleto, atravesando las vértebras con un hierro largo y delgado, para formar la columna vertebral. Las vértebras atravesadas por el hierro evocan a un pincho de carne.

Ahora La Muchacha se seca y un par de moscas le molestan el orificio nasal. Raymundo Sánchez sale en su auxilio, y rocía a La Muchacha con Raid matamoscas y mosquitos. Las moscas huyen despavoridas. La Muchacha queda tranquila.

Suena el teléfono. Raymundo Sánchez contesta. El cuarto se impacienta, como previendo lo que se viene. Cuelga.

—Vienen a preguntar por un desaparecido –dice Raymundo Sánchez, y sale del cuarto y se va a buscar a los visitantes. Se va a advertirles.

Al cabo de unos minutos, dos mujeres entran temerosas por la puerta. Una es bajita, vestido verde humilde, cortado a la cintura por un cincho de tela. Lleva una cartera roída, unas zapatillas bajas y gastadas. Está inquieta, angustiada. No habla. Mira para todas partes. La otra mujer es delgada, un poco más alta, usa gafas. Ella se tapa la nariz con un pañuelo. Desde el pañuelo habla. La primera es la madre y ella es la tía de un joven desaparecido hace un año. Entran al cuarto y le piden al barquero permiso para moverse entre los huesos. Se acercan a La Muchacha, pero esta no les dice nada. Se van a la mesa del centro, y un joven con el cráneo destrozado, macheteado por sus victimarios, tampoco les resuelve la angustia. De lejos observan a El Pirata. Él tiene la quijada fuera de posición, adornada en un costado por una placa de titanio. La muerte se mofa con una burlesca carcajada.

—¿Este no será? –pregunta la Tía, y la madre del joven se acerca a una calavera dispuesta al final de cuarto, cerca de la puerta que da al patio. Casi la besa. La mujer intercambia miradas con dos cuencas vacías y hurga con atención a unas quijadas con muy pocos dientes y muy pocas muelas.

—No, madre. Esa es de una señora encontrada en San Pedro Masahuat –interviene Raymundo Sánchez.

—Yo sé. Mi hijo no tenía los dientes así –habla por primera vez la madre, segura de sus recuerdos.

—¿Usted ya había venido, verdad?

Las mujeres se encogen de hombros y vuelven cabizbajas al escritorio. Raymundo Sánchez les ofrece asiento. Se pone unos lentes que lo avejentan. Él las escucha, y mientras lo hace busca en sus archivos. Encuentra el expediente del hijo desaparecido. Lo lee rápido. Elucubra repreguntas. Los detalles que parecen más insignificantes a veces suelen ser claves. ¿Tenía relleno en alguna muela? ¿Fracturas? ¿Cómo iba vestido la última vez que lo vio? ¿De qué color era el calzoncillo? Cuando Raymundo Sánchez habla con los familiares de las víctimas, es un santo. Su voz se torna dulce, suave, acogedora. Un “yo la entiendo” pronunciado por su boca vale tanto como cualquier abrazo, que aquí no los hay. Ella revive la desaparición, las sospechas contra su vecino, el de la casa a la par de su casa, “uno de esos muchachos”. Un pandillero. Ella llora y Raymundo Sánchez la consuela:

—Tengo fuerza, madrecita, porque esto en este país así es. No le insisto en que les pida ayuda a ellos porque eso también es peligroso.

—¡Si ya lo hice! Y me habían dicho que lo iban a hablar, pero a través de unas de sus mujeres me amenazaron.

—Es que ese es el problema… Pero mire, nosotros no nos vamos a mover de aquí. Y yo nunca olvido un detalle. Si aquí viene, tenga por seguro que le vamos a avisar.

Hora y media después, las mujeres se marchan, esperanzadas en la promesa de Raymundo Sánchez, un corazonsote con dos largos brazos y dos largas patas. Hay mañanas en las que tus problemas no son problemas, sobre todo si conoces a estos familiares errantes.

***

Ahora entra huracán, cargando una corbata roja, el doctor Óscar Armando Quijano.

—¡Ajá, cipotada! ¿Cómo va la cosa?

El doctor Quijano siempre entra vestido de civil: siempre manga larga, pantalón planchado, zapatos bien lustrados, siempre una corbata de color al cuello. Siempre los lentes, siempre la picardía. Entra a las 11 de la mañana y sale a las 8 de la noche. Por las mañanas da clases en una universidad. Por las tardes, a partir de las 4, se queda solo en el cuarto de los huesos escuchando, a veces, Saturday Nigth Fever, de los Bee Gees.

—¡Mire cómo alegra el cuarto esta cipota!

El doctor Quijano se acerca a una simpática joven de pelo negro azabache y unos preciosos ojos con ascendencia hindú. La abraza, contentísimo, y le da un beso en la frente. Es como si fuera su hija. La chica le responde contentura y le devuelve el abrazo. Es como si ya conociera las maneras del loquillo doctor Quijano, aunque apenas y puede decir y entender un par de cosas en español. Estos días son los últimos días de Monish, una forense canadiense, recién graduada. Está de pasante con los antropólogos salvadoreños. Es la última de tres pasantes que han vivido entre nuestros huesos. Raymundo Sánchez lo tiene claro. Lo dijo hace cuatro días, voz de mascarilla, mientras le arrancábamos las perlas de La Muchacha a una grasienta y descompuesta melcocha humana:

—Ha de ser bien raro que en Canadá aparezcan tantos cadáveres enterrados como en El Salvador. Aquí lo anormal es lo más normal del mundo, y eso es interesante para ellas.

Raymundo Sánchez, si la rutina no cambia, siempre tendrá material para educar a doctoras jóvenes y ávidas de huesos. En 2012, la Policía Nacional Civil recibió 1,564 denuncias de desaparecidos: 132 fueron confirmadas como homicidios, 820 archivadas porque “aparecieron” las personas; el resto, 612, continúan sin paradero conocido. Con los desaparecidos de 2011 ni la Policía sabe qué ha pasado, pero al menos queda una cifra: hubo 1,267 denuncias. Para julio de 2013, la Policía reportaba un incremento de casos en un 18 %, respecto al mismo período del año anterior. 949 denuncias al finalizar la primera mitad del año. Todo lo anterior solo sirve para explicar dos importancias. La primera es que tarde o temprano van a reaparecer todos esos huesos. En el último año y medio han terminado aquí 120 osamentas, de uno, dos, tres o 30 años de antigüedad. Lo segundo es que si el cuerpo humano tiene 206 huesos, eso significa que detrás de los desaparecidos del último año y medio hay otro cuarto de millón de huesos que se desarman buscándolos. O no. Pero esos son familiares extraños. En el cuarto de los huesos hay una osamenta que ya fue identificada, pero sus parientes tienen miedo de ir a buscarla, porque eso haría sonar las alarmas de la pandilla. Hay otra: la de una chica que no alcanzó a ser mamá. Su familia sabe que la calavera y su cría están aquí, pero mandaron decir a la Policía que ella se buscó este final por andarse involucrando con pandilleros.

El doctor Quijano sale del cuarto de los huesos. Su oficina es un cuadrado cerrado y aislado que comparte con su amigo Saúl Quijada. El escritorio del doctor Quijano es un remolino donde aparecen y desaparecen informes, papeles, dictámenes. Alguien le regaló una caja de cartulina, en la que hay dibujado un sombrero negro con cinta blanca, que dice: “Dr. Quijano”. Alguien más le regaló un esqueleto de juguete, pequeño, de hule flexible, que él mantiene sentado. En una de las gavetas de su escritorio guarda uno de sus más preciados tesoros: un hierro conectado a un cable de corriente que le sirve para calentarse el agua del café. En un tapexco colgado de la pared guarda su sombrero de soldado, con el cual se disfraza para ir a hacer las exhumaciones. De soldado, sin embargo, Óscar Armando Quijano no tiene nada.

En su juventud, Quijano vivió alguno de los momento más álgidos de la represión militar en su alma máter, la facultad de Medicina de la Universidad de El Salvador. No habrá sido fácil, para muchos jóvenes como él, resistirse a los pasionismos de la guerra, sobre todo cuando a su lado caían muertos compañeros o se les perdía el rastro a otros desaparecidos. En un viaje hacia una exhumación, en el municipio de Mejicanos, pasamos frente al portón de la Universidad por el que muchas veces entró.

—¡Ja! ¡Hubiera visto, papá! Una vez salimos por ahí como que éramos garrobos, arrastrándonos con la panza, porque caían los morteros y tronaban los cuetes.

“Pero gracias a Dios pude graduarme”, dice el doctor Quijano, y una plaza de médico forense, a finales de los ochentas, los hizo recular hasta Ciudad Barrios, en el oriente del país. Allá, sin profesores, aprendió a la brava a hacerse médico forense.

—¡En aquellos tiempos no se sabía ni miércoles, cipote! Uno se estrenaba en el día a día. Aprendimos a hacer autopsias a la brava, con las costaladas de guerrinches y soldados que llegaban a la morgue.

En 1993 había tres razones que lo persuadían para regresarse a la capital. Una plaza en el Hospital de Niños Benjamín Bloom, una nueva plaza en la oficina de Medicina Legal en Santa Tecla y el nacimiento de su primer hijo. Ganó el cupo para la primera, pero decidió quedarse con los muertos, entre otras cosas por el sueldo, pero principalmente porque esa oficina le quedaba cerca de la casa. “Criar un cipote no es chiche, no crea, y ya mi mujer me había advertido que me quería tener cortito”, bromea el doctor Quijano.

Allá por 1995 conoció al odontólogo forense Saúl Quijada. Jugando basquetbol a las salidas del trabajo se hicieron buenos amigos. Sin embargo, no sería sino hasta 11 años más tarde cuando los dos terminarían trabajando juntos.

En el taburete que hay sobre el escritorio del doctor Quijano él siempre cuelga dos carteles hechos a mano: “Ando en una exhumación”, dice uno; “estoy en el laboratorio”, dice el otro. El primer lugar se refiere a cualquier punto en El Salvador; el segundo, al cuarto de los huesos.

***

Ahora Óscar Armando Quijano regresa transformado en el doctor Quijano y se pone a repasar el inventario del día. Camisa de doctor, cuello en V, color celeste. “Este ya estuvo, ahora me toca con este”, y señala a El Pirata, la calavera que parece que se tira carcajadas. “Venga a ver, cipote. A este ya lo tenían bien avanzado”. A El Pirata alguna vez le dispararon en la cara, en el brazo, en una pierna, en la otra, en las costillas. “Premortem. Todos estos pijazos fueron premortem. Por eso le digo que ya lo tenían bien avanzado”, dice el doctor Quijano.

El doctor Saúl Quijada deja de armar el rompecabezas de otra calavera y secunda a su amigo: “Este hoyo que le ve en la tapa del cráneo no es el balazo, sino una trepanación que seguro le hicieron para aliviar una inflamación en el cerebro, a consecuencia del disparo en la cara”.

Pasa el tiempo, y entre las palabras técnicas de los doctores y las bromas del doctor Quijano sobresale un hueso. Es el hueso más hermoso de todos, aunque la naturaleza le dio un lugar poco agraciado.

—¡No, no es el chunchucuyo! El chunchucuyo es esta parte, mire –dice el doctor Quijano, y toca la punta del hueso sacro, una oda a la ingeniería natural, una máscara con ocho orificios ordenados en cuatro pares. Por los orificios, en vida, nadan los nervios. Es un coral de arrecife escondido bajo aguas turbulentas. O quizá la naturaleza es sabia: esconde y cuida lo más hermoso en el lugar menos pensado. Un golpe salvaje a ese hueso es la muerte en silla de ruedas.

—¡Un golpe ahí ni Superman, papito! –dice el doctor Quijano.

La clase de huesos se interrumpe cuando entra de súbito el fiscal Ramiro Quinteros para pedirles ayuda a ellos, los que saben de huesos, de posibles causas de muerte, de lo último que le pasó en vida a los dueños de esos esqueletos. Él, moreno, barba oscura y desordenada, pelo corto, como el de Trucutú, tiene un caso entre manos y necesita la ayuda del jefe de la Unidad de Antropología.

—Ajá, papá, ¿qué necesita? Hable claro o calle para siempre –le dice Quijano.

El fiscal coloca sobre la mesa unos papeles y enseña las fotografías de unas radiografías. Quijano toma las fotos e intenta verlas en un lector colgado en la pared, pero el lector no se enciende. Raymundo Sánchez llega en su auxilio, y después de golpear con sus dedos las tres lamparitas que hay en el interior del aparato, crea luz.

—La patóloga dijo que la posible causa de la muerte era un proyectil de arma de fuego, pero mi testigo criteriado me dice que le dieron así: con una piocha –dice el fiscal.

—¡Ajá! Pero en estas carambadas se aprecia muy poco, macizo, ¿qué quiere que yo haga? –pregunta Quijano.

—Que me dé un peritaje nuevo –pide el fiscal.

El doctor Quijano se quita los lentes. Observa al fiscal, toma las radiografías, las golpea.

—Vea, papá: ¡No joda! Así no se hacen las cosas. Yo para hacerle un peritaje necesito trabajar con los huesos.

Cuando el doctor Quijano dice “los huesos” se frota las falanges de la mano izquierda.

—¿No me puede hacer el favor? ¡Hágame el cachete! –ruega el fiscal, y le guiña el ojo.

—¡No, macizo! Y me va a disculpar: ¡pero las cosas no son así! ¿Se imagina en el huevo que me meto si yo hago algo así? ¡No´omb´e! ¡Óigame: necesito los huesos! ¡Yo con estas fotos no hago nada! ¡Sería un irresponsable! ¿Adónde están esos huesos? Tráigamelos y luego hablamos.

El fiscal duda, se ríe nervioso.

—¡Híjole! Ahí sí me va a esperar –dice el fiscal- porque ahorita no tengo ni idea de en cuál cementerio lo enterró la familia. Pero vea, si lo encontramos, ¿nos la llevamos a ella para ir a sacarlo? –dice el fiscal, y le levanta las cejas a Monish, la pasante canadiense. Ella, aunque no hable español, pareciera que intuye lo que está pasando y se da la vuelta hacia los huesos que tiene a la espalda. Es como si se quejara con La Muchacha.

El doctor Quijano se le acerca al fiscal y le pone los papeles en el pecho.

—¡No sea bayunco, macizada! Tráigame esos huesos y yo le doy un dictamen.

El fiscal se retira, y el doctor Quijano se desquita con Raymundo Sánchez.

—¡¿Va’ cre’r lo que quería este?! ¡¿Va’ cre’r, Humildad?!

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ya deje, homb’e!

El doctor Saúl Quijada y el técnico Raymundo Sánchez estudian la radiografía de un cráneo para descartar improntas de bala como causa de muerte.
 
El doctor Saúl Quijada y el técnico Raymundo Sánchez estudian la radiografía de un cráneo para descartar improntas de bala como causa de muerte.

***

Ahora los 206 huesos del doctor Saúl Quijada salen del cuarto y migran hacia la salida. San Salvador está a punto de conmemorar sus fiestas patronales, y el dueño de esos huesos que se mueven con lentitud, con pasitos cortos, se queja. Frunce el ceño, tuerce el labio superior y con él mueve un bigote fino.

—Este es uno de los problemas que tenemos como país –dice el doctor Saúl Quijada-. Esta mentalidad de pueblo que no se nos quita. ¿¡Cómo se les ocurre permitir que a la par del Centro de Gobierno se instale una feria!? ¡Dígame en qué otro país ocurre eso!

En los arriates y en las aceras, a un lado del complejo judicial, del palacio de justicia, decenas de vendedores ya comienzan a armar sus puestos de feria. Dentro de poco aquí olerá a papitas fritas, churros españoles y enredo de yuca; pero ahora todo es muy pronto. Unos trabajadores han colocado el esqueleto de una Chicago sobre la calle. Cruzamos. Saúl Quijada deja de quejarse. Siguen los pasitos cortos, probablemente porque tiene dañadas ambas rodillas, o probablemente solo sea su manera de andar.

Llegamos a otra oficina gubernamental. Es pequeña, más pequeña que el cuarto de los huesos. “Banco de ADN de Migrantes. Procuraduría de Derechos Humanos”. Saludamos. Una chica cuenta unas calcomanías adornadas con códigos de barras. Es un rollo bastante grueso. En una silla una anciana está llorando que su hijo se fue hacia los Estados Unidos y a la fecha no ha vuelto a saber de él. Saúl Quijada entra en otro cuarto y se despide. No saldrá sino hasta dentro de tres horas, después de haber entrevistado a tres familias, unas 15 personas, que han perdido a sus parientes en la frontera norte de Estados Unidos. Les ha preguntado por pequeños detalles, esos que pueden hacer alguna diferencia. El Banco de ADN de Migrantes, en dos años, de entre 500 muestras de familiares de desaparecidos, ha logrado ubicar 28 osamentas. En el último año, en una morgue de Arizona, Estados Unidos, se han congelado 800 osamentas de migrantes centroamericanos que aparecieron muertos en el desierto.

Los doctores Saúl Quijada y Óscar Armando Quijano son testigos de las tres principales desgracias de El Salvador: la violencia de la guerra; que impulsó la marcha de decenas de miles de migrantes; que a su vez derivó en el retorno de los pandilleros como los conocemos hoy; que ahora son una gran razón para huir de nuevo. Es la mariposa de Raymundo Sánchez repitiéndose en un círculo vicioso. Y lo triste es que no todos los que huyen regresan con remesas y encomiendas. Y esa es otra millonada de huesos vivos que no tiene ni idea de por dónde comenzar a buscar a aquellos que se perdieron en el camino hacia los Estados Unidos.

***

Ahora Saúl Quijada está de regreso en el cuarto de los huesos, obsesionado con otra calavera. Le da vueltas, la ausculta, le cuenta los dientes, los examina, parece que le habla, pero a él no le gusta ocupar esa figura. Audífonos en los oídos, tararea I was made for loving you, de Kiss.

—¿Cómo estuvo ayer?

—Es cansado. La carga emocional que transmiten los familiares de los desaparecidos es algo fuerte. Si uno no descarga, puede pasarla mal.

Saúl Quijada se descarga haciendo pesas. Intenta hacerlo tres veces a la semana. Por eso el pecho es erguido, los músculos anchos, la pinta de un Pedro Infante. También se distrae en su consultorio dental, al salir del trabajo. Alguna vez, a una pregunta boba (“¿con cuál paciente se siente más cómodo?”), Saúl Quijada contestó: “Con el de aquí. ¡Los vivos mucho se quejan, ja,ja, ja!” Él, a pesar de todo, también puede hacer bromas.

Los fines de semana intenta distraerse atendiendo un negocio familiar: un vivero-café en las afueras de la capital. Ideal para los románticos: un sitio despejado y fresco, apacible, con vista al volcán de San Salvador. Le gusta preparar cafés, pero le gusta más pasar tiempo con su hijo, de nueve años. Una vez, en una actividad del colegio, cuando el niño estaba más pequeño, la maestra le habló a Saúl Quijada un tanto extrañada. Los niños habían descrito a sus padres como médicos, ingenieros, abogados y ella no entendía por qué Saulito insistía en que su papá se dedicaba a cavar hoyos.

—Ja, ja, ja. Cuando le expliqué mi trabajo la maestra dejó de hacerme preguntas.

Saúl Quijada regresa a su rompecabezas.

—¿Qué le dice?

—No, nosotros no hablamos con los huesos, pero eso no significa que ellos no dejen de explicarnos muchas cosas.

—¿Hombre o mujer?

—Mujer. Con los cráneos es más fácil definir el sexo. También con las pelvis. Las pelvis de las mujeres están diseñadas para expandirse, para dar la vida.

—¿Y los cráneos?

—Ellos nos dicen que las mujeres están anatómicamente más adaptadas para la comunicación. El paladar, vea, es más angosto y más profundo, como una caja de resonancia. Tendrá que ver con la evolución: ¿qué hacía el hombre? Se iba de caza, en silencio. ¿Y la mujer? Hacía comunidad, educaba a los hijos, y para todo eso necesitaba comunicar.

Repasamos la idea con el cráneo de El Pirata. “El hombre tiene el macetero más fuerte, más protuberante. Vea las cuencas de los ojos. Más profundas, como binoculares. Con el perdón de las feministas, pero la evolución como que fue machista y fue diseñando a los hombres como cazadores”. Ahora nos pasamos a La Muchacha. “Vea las cuencas del cráneo. Es más rasgada, para que el lóbulo del ojo pueda tener una visión lateral o, como decimos, para ver mejor por el rabillo del ojo. ¿Y usted se preguntará por qué? ¿Ha visto cómo se defienden los pequeños camaleones, girando el ojo 360 grados? A pues, la evolución diseñó a las mujeres a la defensiva, como a las presas”. La Muchacha tiene un golpe en la base del cráneo, que en vida fue la nuca. ¿Habrá visto cuando la atacó su victimario? ¿Habrá gritado un último auxilio?

***

Ahora Raymundo Sánchez y el doctor Saúl Quijada se preparan para una restitución. Se va El Pirata, y La Muchacha se ha acercado lo suficiente para despedirse. Se va la carcajada burlesca de El Pirata. Se van los huesos de un cazador por fin cazado del Barrio 18. A uno que ya lo tenían avanzado, uno que al fin se dejó morir. Le encontraron golpes en las cervicales, a la altura del cuello.

La primera vez que su hermana lo vio en el cuarto, lo reconoció de inmediato. Lo delataron las placas de titanio en la quijada y en el radio izquierdo. Ahora ha venido por él. La acompaña su marido, un simpático hombre bajito, de bigote largo y gorra. Un hombre de habla campechana.

—¡Sí, hombre! ¡Este es mi compadre! ¿Cómo no lo voy a reconocer? Sí, aquí están las señas: ¡ve! Yo no le creía a ella…

El Pirata, entonces, cobra vida en su cuñado.

—Este hombre caminaba así, mire: con la mano izquierda, esa que tiene la placa de metal, así, enjutada, y renco, como subibaja.

El Pirata era un pirata cojo.

—Imagínese cómo terminó mi compadre… Y estaba bicho, 32 años. Imagínese todo lo que le hicieron hasta que lograron matarlo. Yo solo me preguntó cuánto no habrá hecho con otros él.

***

Una semana después de la despedida de El Pirata ha llegado la hora para despedirse de La Muchacha. Los antropólogos forenses han concluido que la vapulearon, le destrozaron algunas costillas, con golpes secos, contusos; le dieron en la quijada, pero probablemente el golpe en la nuca, con un “objeto cortopunzante y cortoconduntente”, fue el que acabó con ella. En castellano eso significa que alguien le introdujo en la nuca, con soberana saña, con precisa violencia, la punta de algo.

—Así ajusticiaban en la guerra… ¿No sabía? –dice el doctor Quijano, y con el cuerpo hace las veces de un verdugo que se para detrás de su víctima que, acurrucada, solo espera que se termine todo con un golpe certero en la nuca.

—¡Zas! –dice el doctor Quijano, al tiempo que hunde una vara imaginaria-. Eso ha de ser terrible.

—Muchos se preguntan por qué hay tanta violencia hoy, y nadie se ha puesto a pensar que solo estamos reproduciendo todo lo que vivimos en el pasado –interrumpe el doctor Quijada, reflexivo. El doctor Quijada es un hombre reflexivo.

Pareciera que fue ayer cuando La Muchacha se evaporó en el caldero, y ahora está seca y tatuada. En todo este proceso, Raymundo Sánchez ha sido un fiel y celoso cuidandero. Nunca ha perdido ningún hueso, pero por precaución a todos les pone un código con plumón negro. “Si algún huesito se cae, ese código nos dice a qué caso pertenece”, dice. Así, todita tatuada, La Muchacha está lista para partir. Ahora Raymundo Sánchez recoge uno por uno todos sus huesos y los introduce en una caja. En unas bolsas embala los vestigios de la que fue su última ropa. Un saco de yute y un lazo que lo cerraba, un pantalón, un cincho, un hilo y un sostén. Dos medias. Dos botas carcomidas. Raymundo Sánchez ahora sale del cuarto con La Muchacha en brazos.

—Para esto es importante este trabajo –dice, convencido, mientras camina-. Si me pregunta a mí, este trabajo sirve más para que las familias encuentren a los suyos que para que los fiscales capturen a los pandilleros. Si allá afuera nos vamos a seguir matando, y cada vez en eso están evolucionando más. ¿Que no ve que ahora están desenterrándolos y los dejan aventados en las calles? ¿Para qué hacen eso? Para que no los vinculen, porque saben que los están delatando.

En el parqueo de la morgue hay un viejecillo que espera a La Muchacha. Pellejos tostados de color café es su padre. Él no quiere ver a su hija así, ningún padre quiere ver a su hija así, pero Raymundo Sánchez se acerca para animarlo.

—Venga, padrecito, le aseguro que esto le va a hacer bien.

El viejecillo trastabilla, pero se deja llevar por la mano de Raymundo Sánchez.

El doctor Quijada y el doctor Quijano le presentan al padre los huesos de su muchacha. Hace unos segundos la han sacado de la caja y la han recostado en un ataúd.

El viejecillo tiembla, y cuando ya no se resiste, estalla.

—Yo vine solo para que nadie viera esto… ¡Viera cuánto nos han ofendido! ¡Cuando nos preguntaban si la habían mutilado, para nosotros era una vergüenza! Pero así como la han puesto se ve completita, gracias a Dios...

Todos callamos. Un instante es una eternidad. El doctor Quijada se lanza confortador. Le toma el hombro al viejecillo, se lo acaricia, le habla al oído.

—Usted ya no haga reparos en esas cosas y sepa que aquí está su hija. Pídale a la gente de la funeraria que selle la caja, para que la gente no haga más comentarios en la vela.

El viejecillo le aprieta el brazo izquierdo al doctor Quijada. Llora todo lo que puede. Por más que se repita, no es lugar común: ningún padre debería ver morir a sus hijos; ningún padre debería enterrarlos así.

—Ahora, usted esté tranquilo, sereno, y transmítale esto a su familia: ahora van a descansar porque saben que ya la encontraron; y ella va a poder descansar en paz, porque ya regresó con ustedes.

El viejecillo se recompone. Inhala. Suspira. Inhala… Luego aprieta todas las manos que se le cruzan y da las gracias. “¡Gracias, doctores!”. Antes de partir, desgraciados, preguntamos el nombre de su hija. Él responde orgulloso. La Muchacha se llamaba Fidelina. Tenía 33 años.

***

Ahora el cuarto de los huesos está sumido en un profundo silencio. La ausencia de La Muchacha ha trastocado todo. Raymundo Sánchez, cabizbajo, prepara remolino su refresco edulcorante. El doctor Quijano da vueltas por el cuarto, mudo, buscando respuestas en los huesos de las nuevas osamentas que hay que examinar. Al no encontrar consuelo huye de ahí. “Va pues, nos vemos”, murmura. “Nos vemos, doc”, alcanza a decirle Raymundo Sánchez. Saúl Quijada está derretido en una de las sillas y ni le responde. Tiene la mirada perdida. 3 p.m. Lo anuncia la mariposa que gira 360 grados. Hay tardes en las que la vida sabe a pura mierda, aunque esa tarde unos desgraciados hayan hecho un poco de bien.

***

Todos estos huesos todavía tienen mucho que contar. Las fiestas patronales de San Salvador ya finalizaron, y la pestilencia que dejó la diversión de la ciudad ya se ha ido con el viento; los charcos de aceite, orines y heces han desaparecido, y el doctor Saúl Quijada se ha quitado esa roncha de la cabeza. Desde la restitución de Fidelina, al cuarto de los huesos han llegado cinco osamentas que aparecieron botadas en cinco puntos de la ciudad, otros cinco parientes han venido buscando huesos, pero los suyos todavía no están aquí; y Raymundo Sánchez y los doctores han hecho dos exhumaciones más. En una de esas, Raymundo Sánchez, el hombre que no le teme a la muerte, entró en feroz batalla con una tumba, ubicada en el centro del cementerio de San Juan Opico, un pueblo alejado a una hora de la capital. Íbamos a descabezar a un muerto, a traer la calavera de aquel caso que un fiscal quería que le resolvieran estudiando solo unas fotografías. Fue aquella una batalla épica, de cinco largas horas entre la ubicación de la tumba, la excavación y la resucitación de esos huesos. Y aunque Raymundo Sánchez diga lo contrario, la muerte esa vez parece haberle vencido. Era aquel el cadáver más putrefacto que hayan olido un grupo de cavadores, dos policías, un fiscal y un periodista. Golpeaba como las olas golpean los despeñaderos: unas veces calmas; otras, demasiado fieras. El único que se mantenía estoico, sin mascarillas, supervisando la obra, era el doctor Saúl Quijada. Eso se explica gracias a su esposa, quien ha descubierto que su marido ha perdido la sensibilidad en el olfato. El cadáver estaba envuelto en cinco bolsas plásticas, un año de enterrado, embadurnado de cal. “Un macerado”, dirá Raymundo Sánchez. Era un joven de 13 años que murió a manos de la Mara Salvatrucha. Sabía de un asesinato, creyeron que era un soplón y le mataron. Disfrazado como cazafantasmas, Raymundo Sánchez se aventó al nicho y batalló con la osamenta, que no quería soltar el cráneo. Un millar de moscas le hicieron trampa. Un minuto. Dos minutos. Cinco minutos, siete minutos y Raymundo Sánchez apenas pudo sostenerse de la mano de William Villanueva, un auxiliar forense que se desvive por conseguir una plaza con el equipo de antropólogos. Villanueva, un gordito serio, también tiene dos décadas jalando muertos, y en los últimos meses ha comprobado que reaparecer a los desaparecidos es un trabajo que quizá valga más la pena. Sale de sus turnos nocturnos y en lugar de irse a su casa, con sus hijos, ocupa sus días libres para ayudarle a Raymundo y a los doctores, como esa tarde, en la que sacó a un pálido de una tumba, porque la muerte lo había dejado K.O. Lo tufeó a Raymundo Sánchez. Le costó reincorporarse antes de llegar a 10, para reanudar la batalla, porque al final decidieron que tenían que traerse todo el esqueleto.

—¡Fue la cal! ¡Fue la cal! –dijo media hora más tarde, todavía desencajado, defendiéndose de las preguntas.

De regreso en el cuarto de los huesos, el doctor Óscar Quijano, experto en reconocer detalles, no dudó un instante cuando resumió todo lo que había pasado.

—¡O sea que ese hijuelule estaba sabroso!

***

Una osamenta sin identificar de un excombatiente de la guerrilla apareció a mediados de 2012 en una comunidad cercana al Lago de Coatepeque, occidente de El Salvador.
 
Una osamenta sin identificar de un excombatiente de la guerrilla apareció a mediados de 2012 en una comunidad cercana al Lago de Coatepeque, occidente de El Salvador.

Ahora partimos junto a Raymundo Sánchez y Saúl Quijada en un viaje en el tiempo. Todo gracias a una casualidad. Ayer una tormenta desnudó la vulnerabilidad del cuarto: cuando llueve recio, el agua se cuela por el techo, y cerca de la puerta que da al patio cae catarata. La inundación mojó las bases de las cajas que hacen de soporte a las mesas de trabajo. Y los ambientes húmedos arruinan los huesos. Seis de las cajas dañadas contienen las osamentas de 17 personas masacradas por el ejército salvadoreño en El Mozote, hace más de 30 años. Y es ahí donde radica la casualidad.

Resulta que este cuarto de los huesos que conoció La Muchacha no es el primero ni el original. Antes hubo uno que retuvo más de 400 osamentas, la mitad de ellas eran de niños. Y aunque ese ya desapareció para siempre, sobrevive el segundo cuarto de los huesos, que está escondido en el sótano de otro palacio de justicia, ubicado en la ciudad de Santa Tecla, a escasos minutos de la capital. La cuna del EAF. Los huesos que hay ahora en el nuevo laboratorio de antropología forense son contemporáneos a los que hace más de dos décadas se estudiaron en el primer cuarto de los huesos de El Salvador. Y ese primer cuarto, aunque ya no tiene huesos, aún conserva su nombre bautismal.

Llegamos al parqueo del Centro Judicial de Santa Tecla. Raymundo Sánchez y Saúl Quijada desaparecen instantes después de bajarse del carro. Se han perdido, emocionados al reencontrarse con sus viejos amigos. En estos sótanos, oficinas hechizas en el centro de un parqueo, nació hace casi 15 años la unidad de antropología.

—¿Dónde está El Mozote? –preguntamos a un motorista del centro judicial.

—¿El Mozote? Es el cuarto de la esquina. Vaya a ver. Solo toque la puerta.

Entre 1992 y 1993, un grupo de antropólogos argentinos vino a El Salvador para intentar comprobar que una terrible masacre había ocurrido en las montañas del norte de Morazán, al oriente de El Salvador, como denunciaban los familiares de los sobrevivientes, respaldados por Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador. En enero de 1982, una mujer, llamada Rufina Amaya, denunció al mundo que le habían matado a su esposo y a la mayoría de sus hijos unos soldados salvadoreños. Y no solo a ellos, sino a un millar de campesinos en el caserío El Mozote y en otros ocho poblados más. Cuando la denuncia fue publicada en el New York Times y el Washington Post, el gobierno de El Salvador negó esa masacre, y luego también la negó Estados Unidos, país que había adiestrado a los autores materiales de la misma: al teniente coronel Domingo Monterrosa y los soldados del Batallón de Reacción Inmediata Atlacatl.

Durante toda esa década, el Estado salvadoreño siguió ocultando todo, pero gracias a la presión internacional que levantó la noticia de la apertura del caso, en un juzgado del oriente del país, el órgano de justicia autorizó que se practicaran exhumaciones en El Mozote. Y como no había en esa época antropólogos forenses en El Salvador, se contactó al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que en la década de los ochenta había cobrado fama luego de descubrir algunos de los cementerios clandestinos de la dictadura argentina.

En El Mozote todavía hay gente que recuerda con mucho cariño aquellas exhumaciones. Juan Bautista Márquez es uno de ellos. Él es un anciano ya de pellejo pegado a los huesos que sobrevivió a esa masacre, huyendo de un caserío para refugiarse en otro; huyendo a un tercero, hasta que la masacre terminó –después de siete días- y pudo huir sin tantas prisas hacia los campamentos de refugiados en el vecino Honduras.

—Recuerdo a una de las doctoras que se quebró cuando encontró, en uno de los entierros, el juguetito de un niño cerca de los huesitos de su dueño. Creo que era un caballito de madera. Eso fue duro –dice Juan Bautista Márquez.

En una de las jornadas de excavación, muchos otros recuerdan cómo el entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia, Mauricio Gutiérrez Castro, ordenó la suspensión de las exhumaciones porque ya era demasiado tarde, porque no podían seguir toda la vida, porque los sobrevivientes siempre apuntaban a nuevas fosas, en donde aseguraban había muchos más huesos.

Desde las montañas del oriente del país, camionadas de huesos viajaron alrededor de cuatro horas hacia Santa Tecla, hacia un cuarto hechizo en un sótano, a “el nuevo Mozote”, y ahí fueron estudiados por los antropólogos argentinos, en mesas improvisadas en los pasillos que dan al parqueo.

El Mozote es un cuarto oscuro, cuadrado y amplio, y ahora está atiborrado de contenedores fríos. La mayoría ya no sirven, y en su defecto hay un par de refrigeradoras más nuevas. Al final del cuarto hay un pasillo, y al final del pasillo una bodega. Ahí se guardaban las osamentas hasta que fueron estudiadas y más tarde restituidas a sus familiares. En una de las paredes hay un mapa antiquísimo de El Salvador, pero la custodia de El Mozote cree que no data de la época de las osamentas.

El Mozote ahora es el laboratorio de ADN para la región central del país. Sara de Lazo es quien recibe, todos los días, las muestras de sangre de los muertos por accidente, de los que se suicidan y de los asesinados. Pequeña, frágil, solitaria, ella vino aquí cuando a El Mozote ya solo le quedaba el nombre, pero dice conocer muy bien la historia. Le preguntamos qué sabe, y ella habla de todo: de los ancianos, de las ancianas, de las mujeres violadas, de los jóvenes masacrados, de los niños… Se detiene cuando en la cabeza se le cruzan las imágenes de los niños. Los labios comienzan a temblarle; ella pasa sola en ese cuarto, los ojos se le vuelven lágrimas; ella pasa sola en ese cuarto, y nosotros solo sabemos lo que pasó antes, y eso está bien, pero ignoramos lo que pasa ahora. Ella, que apenas y se entera de las historias en el nuevo El Mozote, que a su oídos solo llegan fragmentos de relatos detrás de unas muestras de sangre, que ella después convierte en unos códigos numerales, fríos, sin historia… Hasta ella se quiebra.

—Es importante conocer el pasado, para saber de dónde venimos. Y me alegra que estén conscientes de eso… Ustedes me hablan de El Mozote, quieren que les que diga qué sé de los niños de El Mozote, y lo que sé es lo que he leído, así que mejor le voy a contar de los niños de ahora: ¿Saben cuántos niños y niñas vienen aquí violados, estrangulados, desenterrados, asesinados por aquellos en quienes confiaban? ¿¡Saben cuántos son!? ¿¡Tienen una idea de cuántos son al año!? A veces uno quisiera tener tiempo para sacar esas estadísticas, para hacer una investigación que explique qué nos pasa, pero no se puede. No se puede…

***

Ahora Raymundo Sánchez se divierte en un cuarto contiguo a El Mozote. Está carcajada amplia, degustando un segundo desayuno que le convidó uno de sus amigos reencontrados. “¡Ya voy! ¡Ya voy!”.

El doctor Saúl Quijada también sale al paso. Hace un resumen del nacimiento del EAF salvadoreño: tras las exhumaciones en El Mozote, una recomendación de los argentinos quedó bailando en la mente del desaparecido Juan Matheu Llort, quien por años fuera el director de Medicina Legal de El Salvador. Así que se crearon plazas y se capacitó a los postulantes para que se convirtieran en antropólogos fuera del país, porque en El Salvador a la fecha no hay ninguna carrera de antropología forense. Uno de esos iniciados fue Saúl Quijada. Estudió en Monterrey, México, y en El Salvador se juntó con el doctor Pablo Mena, hasta 2006 jefe del EAF. A finales de los noventa a las oficinas del IML llegaban oenegés que pedían ayuda para desenterrar víctimas de la guerra, amén de que las familias querían reencontrarse con los huesos de sus familiares asesinados. Y entonces Pablo Mena, Saúl Quijada y un tercer doctor más salían mosqueteros en su auxilio.

En el año 2000, a solicitud de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el órgano judicial aprobó una segunda exhumación en El Mozote y los caseríos aledaños, en el oriente del país. Y hasta allá fueron enviados Saúl Quijada y Pablo Mena, para encontrarse por primera vez con el equipo argentino. Con el tiempo se hicieron amigos, y con el tiempo Saúl Quijada fue adoptado por los argentinos. En 2005 incluso se lo llevaron hasta Argentina, para entrenarse junto a ellos.

—Recuerdo que al principio desconfiaban, sospecho que por las experiencias de inicios de los noventa, cuando les interrumpieron el trabajo.

—¿Cómo ganó su confianza?

—Fue fortuito. Ellos nos vieron trabajar, y ocurrió que se interesaron en mi experiencia en odontología forense. Yo tenía la suerte de haberme capacitado en México, y entonces creo que el quiebre fue eso.

Conocer de calaveras, mandíbulas y dientes muertos.

—Una vez, mientras analizaba un cráneo, una de las líderes del equipo, Patricia Bernardi, me observó. Se acercó, me hizo preguntas y me escuchó con atención. Fue como una prueba de fuego, digamos. Cuando terminamos, ella me ofreció un trato: vos nos enseñas de dientes y nosotros te enseñamos de esqueletos, ja, ja, ja.

Un año después de que Saúl Quijada viajara hacia Argentina, el equipo original de antropólogos salvadoreños se deshizo. Pablo Mena se salió de Medicina Legal y recaló como director de un hospital nacional. Otro médico que estaba junto a ellos se cambió a patología, y fue entonces cuando el IML decidió que una de las viejas dirigiera al equipo de antropólogos. La vieja original lo recuerda como un chiste:

—¿Va’ creer? A mí me zamparon en este huevo, y me tuve que venir a trabajar con esta otra vieja. Yo allá estaba bien con mis muertitos, ja, ja, ja –dice el doctor Óscar Quijano.

—¿Se arrepiente?

—¡Para nada, papá!

Desde entonces las viejas son un debate constante: se pican para ver quién termina primero sus peritajes, para ver quién definió mejor la edad aproximada o quién tiene más razón en una probable causa de muerte.

***

En el camino al segundo cuarto de los huesos, el que todavía sobrevive, Raymundo Sánchez y el doctor Quijada nos señalan un pilar del centro judicial. Hay un vehículo funerario parqueado frente al pilar, porque el pilar está a la vista de todo mundo. Está ahumado también el pilar, manchado por una gruesa capa de hollín. Antes de que Raymundo Sánchez creara fuego con un tambo de gas, fósforos y una hornilla, lo hacía a la base de este pilar como lo hicieron alguna vez los cavernícolas. El presupuesto del Órgano Judicial, que durante años se jactó –y se jacta impune- de gastar millares de dólares en ordenanzas de lujo y secretarias con sueldos de diputadas, no tuvo, sino hasta 2012, una partida para comprarle a este equipo un tambo de gas. Hasta hace un año, las sopas humanas se cocinaban a fuego lento de leña.

***

Ahora estamos en el segundo cuarto de los huesos. Es irrespirable. Ha pasado tanto tiempo cerrado, desde que trasladaron al EAF hacia San Salvador, que la humedad, el encierro y los huesos delatan los hongos que se están apoderando de todo: de las cajas, de los huesos, de esas historias. En el segundo cuarto de los huesos hay, con redundancia necesaria, demasiados huesos. Más de 300 cajas rellenas con huesos, más de 100 bolsas de cartón rellenas con huesos. Desde 1997 hasta mediados de 2012. Llegan hasta el techo las cajas, y en un estante sobresalen una veintena de cráneos. Aquí hasta el doctor Quijada usa mascarilla porque el tufo a moho y hongo de hueso es tan fuerte, y tan peligroso, que también su nariz lo reciente. Si los familiares de todos estos huesos dieran con este cuarto se volverían locos tratando de adivinar cuáles son los suyos.

—Ray, ¿te acordás cuál era la caja del niño? –le pregunta voz de mascarilla el doctor Quijada a Raymundo Sánchez.

En una caja que fue creada para resguardar papel bond están los restos de El Marcianito. Es pequeñito El Marcianito, y Saúl Quijada tuvo que pegarle los huesos del cráneo porque la naturaleza todavía no los había soldado. Está completo El Niño, con todos sus huesitos en versión miniatura. Este niño no fue abortado, este niño no fue aventado a un basurero, este niño apareció cuando alguien abrió una zanja. El Salvador es un cementerio, dijo alguien ya. El niño estaba envuelto en una camisa de niño: azul con verde, marca Bebe Crece.

—Si se dan cuenta, este niño tenía su camisita; y eso explica que alguien lo cuidó. Ahora la gran pregunta es: ¿lo desapareció la mamá o la mamá también desapareció con él, y aún no la hemos encontrado?

—¿Qué edad tenía?

—Este es el desaparecido más pequeño del país.

Tenía entre cinco y ocho meses de nacido.

Antes de salir del segundo cuarto de los huesos, Raymundo Sánchez encuentra una nueva mascota. Alguna vez hurgó por ahí, hasta que quedó hecha huesos. Es la diminuta osamenta de una pequeña rata. Es el animal más raro de la tierra la rata, porque salvo la calavera pegada a la columna, el resto –pura columna, costillas y cola, pero sin patas- es una sola línea larga como el ciempiés.

***

En el viejo cuarto de los huesos ya no hay huesos de El Mozote, pero en el nuevo cuarto de los huesos hay seis cajas que cuentan esa terrible historia. No hace mucho, tres antropólogas canadienses catalogaron a los nuevos huesos de El Mozote. Esos huesos reaparecieron en 2010, un juzgado los requirió un año más tarde, y hasta dos años después vinieron a parar hasta aquí. Muchos de esos huesos guardan la terrible y triste historia de Orlando Márquez, un hombre robusto que cuando joven huyó de la guerra y de El Mozote, porque no quería convertirse en guerrillero y tampoco en militar. Orlando Márquez huyó de Morazán justo un año antes de la masacre, y la última vez que vio con vida a su padre con él le mandó saludos a su madre, a su nana y a sus dos pequeños hermanas. La menor era una bebé que se cargaba en brazos.

Orlando Márquez se enteró de la masacre en la víspera de la navidad de 1981, y cuando se sintió solo en el mundo decidió que nunca más regresaría a su tierra. Sin embargo, una vez terminada la guerra, y sobre todo a finales de la década de los noventas, muchos comenzaron a repoblar El Mozote, y hasta los oídos de Orlando Márquez llegaron las noticias que decían que se estaban adueñando de la tierra de su padre. Fue así que decidió ver qué pasaba, con la angustia de reencontrarse con un pasado doloroso. Desde el año 2000, Orlando Márquez hizo visitas esporádicas a El Mozote, pero en su cabeza ya había borrado la idea de buscar a los suyos. Viajaba para poner cercos que alguien más luego le robaba; y así, hasta que un día se cansó y decidió regresarse a vivir por largas temporadas en El Mozote.

Pero Orlando Márquez tenía familia, y su familia lo extrañaba. Lo extrañaban aún más, sobre todo cuando en 2005, la colonia donde vivían, ya no aguantaba con los gritos que provocaban unos pandilleros. Su esposa, Miriam, alcanza a recordar que a pocas casas de su casa alguien pegaba alaridos, perseguidos por un horrendo silencio. “Un día supimos que habían decapitado a alguien”, recuerda Miriam. Tenía la mala suerte la nueva familia Márquez de haber crecido en Lourdes, Colón, una de los municipios que con el transcurrir del tiempo se convertiría en uno de los más violentos del país. Un territorio en el que la guerra entre las pandillas se volvió –y sigue siendo- peculiarmente violenta y sádica, con cuerpos descuartizados en las calles de las colonias, cabezas jóvenes decapitadas y desfaceladas, máscaras hechas con piel de cara sobre el pavimento, cementerios clandestinos por todas partes: en los maizales, cafetales, cañales, en los patios de las casas. Un territorio en el que una calavera que se llamaría El Pirata sobrevivió muchas muertes antes de caer aniquilada. Huyendo de esa violencia, la esposa y los hijos de Orlando Márquez lo persiguieron hacia El Mozote, el lugar al que hace 30 años había jurado que nunca regresaría. Fue entonces cuando Orlando decidió que la nueva familia Márquez repoblaría también El Mozote, el lugar del que había huido por culpa de una guerra, el lugar al que regresaría para refugiarse de otra.

La familia creció, y para 2010 ya no cabían en un solo cuarto, así que decidieron hacer una nueva edificación. Temía Orlando Márquez encontrarse con su pasado, así que cambió los planos: ya no debajo de un amate porque al escarbar la tierra podían encontrarse con sus padres y hermanas. Cuál sería su sorpresa cuando descubrió que allá donde por fin decidió abrir una zanja brotarían todos sus huesos.

Un año más tarde, Orlando Márquez no sabía qué hacer con todos esos huesos, así que los guardaba en la sala de su antigua casa, en la que toda la familia se sentaba alrededor de un televisor. Toda su familia, incluyendo a sus padres Santos y Agustina; y sus hermanos José, Edith y Yesenia, todos muertos. Retazos de ropa le decían a Orlando Márquez que aquella era su familia. Unas sandalias que él había mandado para su hermana menor, le decía que los huesos que acompañaban a esas sandalias eran los de su hermana menor. Reconoció a su madre en una dentadura postiza, medio chamuscada. Detalles importantes. En noviembre de 2011, el juzgado de San Francisco Gotera le quitó a su familia, y durante un año volvieron a desaparecer. La antigua familia Márquez no fue enviada al cuarto de los huesos, en calidad de depósito, sino hasta enero de 2013.

***

Ahora nadie está estudiando los huesos de la familia Márquez porque no hay fiscales interesados en su causa. Pero alguien hurga entre los huesos de la vieja familia Márquez y cree reconocer a Agustina y a Santos. Allá en donde aparece una clavícula o un fémur pequeño sospecha que son las niñas Edith y Yesenia. Pero es que son demasiados estos huesos, demasiados, y solo estas seis cajas son suficientes para callarle la boca a todos aquellos que insisten en que en El Mozote no ocurrió lo que ocurrió. En seis cajas hay tres cráneos reventados, pares incompletos de fémures, tibias y peronés; decenas de costillas, una colección de marfil de dientes, pesados como canicas; cientos y cientos de fragmentos de huesos que ya sueltan polvo de hueso, porque el tiempo está acabando con ellos. Es curioso el polvo de hueso: al aspirarlo por accidente evoca al aserrín, y raspa las paredes nasales como una lija. Causa alergia. Es como si tuviera algo que decir. En los huesos de El Mozote hay 1,659 fragmentos de huesos, más 1,221 gramos de hueso fino, a punto de polvo. Llenarían esos gramos tres latones de leche.. No hace mucho, tres pasantes canadienses concluyeron que en estas cajas están los restos no solo de la familia Márquez, sino de otras 12 personas más. Así de grande sigue siendo esa masacre, más de 30 años después.

***

Ahora Raymundo Sánchez brinca de la alegría porque ha descubierto un tesoro. Lo mandaron desde Chalatenango, en la zona norte del país. Debajo de una pila de huesos viejos, huesos de la guerra, hay un uniforme verde militar. Botas, pantalón y camisa. No es el primer uniforme de guerrillero que aquí se encuentra. También está Julio Américo, pantalón negro y camisa verde, todavía restos de plomo en la camisa. También está uno sin nombre, aparecido cerca del lago de Coatepeque, al occidente del país. A este lo ajusticiaron: adentro del cráneo todavía se observan los “improntes de bala”. Son unas manchas verdes, metal oxidado. Pero este nuevo guerrillero es más atractivo, porque en la manga izquierda del uniforme tiene bordada una estampa de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL). Está perfecto el uniforme, y cuando Óscar Quijano entra al cuarto, se planea una rifa.

—¡Esto es pura historia, Humildad! ¡Ya la hicimos! –grita Quijano, al tiempo que extiende la camisa.

—Esto bien podría ir a parar a un museo, es historia nacional – secunda Quijada, reflexivo.

—Yo he oído que hay gente que paga buen billete por hallazgos así –remata Raymundo Sánchez, frotándose las manos.

—¡Ya estuvo! –sentencia Quijano-. ¡Este bolado lo vamos a rifar! ¿Se apunta cipotón?

Desgraciados todos, nos matamos de la risa.

***

Hace muy poco, mientras este equipo andaba desenterrando huesos, un equipo de arqueólogos encontró cuatro jaguares hechos de barro en las ruinas de Cihuatán, ubicadas en las afueras de la ciudad, en el caluroso municipio de Aguilares. Antes que ellos, otros arqueólogos han encontrado por todo el país otros cientos de piezas arqueológicas a lo largo del último siglo. En 2006, el Centro Nacional de Registros llegó a decir que en todo el país, allá adonde se abra una zanja aparecerán restos arqueológicos. Al paso que vamos, alguien tendrá que advertir a los cazadores de tesoros que hurguen con mascarillas y guantes de látex porque si la tierra ya no aguanta con la época precolombina ni con la época de la guerra, mucho menos lo hará con esta nueva época de huesos frescos.

***

Ahora las lluvias han mermado, y una corriente cálida cuece a San Salvador. En estos últimos días todo ha estado más calmado, y el equipo intenta acelerar los casos que no urgen, para tenerlos archivados, para estar listos por si alguien llega a pedir esos huesos. Son tiempos de laboratorio, y en esos tiempos cada quien anda en lo suyo. Quijada con sus cráneos, Quijano con sus esqueletos, Raymundo Sánchez y William Villanueva coleccionando muelas para que el laboratorio saque muestras de ADN, archivando reportes, ordenando osamentas. En uno de los descansos, entre cuentos de la guerra y bromas, Villanueva y el doctor Quijada bautizaron a una de las mascotas. El cráneo blanco hueso de un perro colmilludo se transformó en un monstruo de color negro, con crestas de color rojo, ojos de víbora y dientes sangrientos. El doctor Quijada revela el nombre que le pusieron a su creación.

—Este equipo es tan bueno que hasta presumimos haber encontrado la calavera del Chupacabras, ja, ja, ja.

Una llamada interrumpe la rutina. Quijada consulta a la mariposa.

—Siempre que llaman al mediodía es porque la Fiscalía quiere una exhumación.

***

A la orilla de una línea férrea creció, infinita, una comunidad marginal, y al inicio de la comunidad, dos familias abandonaron el lugar, y ahí en donde estuvieron sus pequeñas casas ahora es una cancha de futbolito macho, con dos pequeñas porterías de hierro en sus costados. No es larga ni ancha la cancha, a la orilla de la línea del tren.

Raymundo Sánchez descuelga todos sus utensilios en una esquina de la cancha, y saca un GPS para marcar el punto exacto de la excavación. Cuando sale al campo, Raymundo Sánchez nunca se despega unos lentes misión imposible.

La fiscal del caso es una mujer que se ve cansada, hastiada. Para protegerse del sol ha llevado una sombrilla. Suda. Suda mucho. Le cuenta a un policía que ella tiene una hermana gemela, y que alguna vez decidieron estudiar medicina.

—Pero yo al final ya no quise para no estar viendo muertos, y mire en las que ando…

Un hombre en una motocicleta atraviesa sospechoso sobre la línea férrea. Unos policías hacen como que lo detienen y él les muestra sus papeles. Lleva lentes grandes, oscuros, y coloca el casco a un costado de la cancha, cerca de la línea del tren. Los policías le dicen que ya puede irse, él se pone el casco y desanda su camino. A la vuelta de la esquina hay otros policías esperándolo, para retenerlo. Él es el testigo criteriado.

Durante una hora, un hombre cavará un profundo hoyo, con la complicación que provoca dejar intacta una tubería que se le atravesó a medio camino. Y en ese no encontrará nada.

Los antropólogos buscan una osamenta a la orilla de una comunidad pobre en Ciudad Delgado, San Salvador.
 
Los antropólogos buscan una osamenta a la orilla de una comunidad pobre en Ciudad Delgado, San Salvador.

Los investigadores, dos policías jóvenes, le dicen a la fiscal que les dé tiempo para ir de nuevo por el testigo, para sacar esos cuerpos de ahí. La fiscal se impacienta, les da tiempo, pero les instruye que no se tarden más de lo debido.

Media hora más tarde regresan los dos investigadores, seguidos de un tercer policía, todos encapuchados. El tercer policía es bastante delgado, como el hombre de la moto. Se mete en la cancha de fútbol y con la punta del zapato restriega la arena allá donde cree recordar que enterraron a las víctimas. Dos cuerpos, dos jóvenes. Luego se dirige hacia una de las metas, y en la esquina de la cancha restriega de nuevo la planta del zapato. “Ahí hay otro cuerpo”, murmura. Ese es de otro caso.

Ya es mediodía, el sol arde, los detectives se impacientan, todos queremos terminar rápido esto. Los niños de la comunidad han salido de la escuela, observan curiosos la escena; les están jodiendo su canchita; jóvenes se atraviesan en bicicletas, una mujer en faldas observa todo con detalle. “Esa es la mujer de uno de los palabreros”, le susurra el testigo a un investigador, y entonces deciden sacarlo de ahí.

Dos horas más tarde, casi dos metros más hondo, y la tierra no escupe nada. Los investigadores blasfeman, se quejan, dicen que ¡no puede ser!, si ellos saben que ese es un cementerio clandestino, ubicado a las narices de los vecinos que entran a esa comunidad infinita, ubicado bajo la canchita en la que juegan todos los niños. Los investigadores piden auxilio a los forenses, y el doctor Quijada le ofrece una salida a la fiscal:

—Paremos aquí –le dice- Y vengamos mañana con más apoyo de la alcaldía para seguir cavando, podemos hacer una zanja en…

La fiscal lo interrumpe, ni lo deja terminar.

—No. Yo creo que ya no. Si ya dos veces el testigo se equivocó, la información no es tan fiable que digamos.

Los investigadores le ruegan. Ella hace que llama a su jefe.

—¡No! Se acabó. ¡Nos vamos! Van a disculpar por la molestia –le dice al doctor Quijada.

La comitiva se sale de la comunidad, y los investigadores vienen maldiciendo desde detrás de los pasamontañas. “¡Como no es ella la que se arriesga!”, dicen. “Cómo que no supiera que el año pasado solo de ahí sacamos tres cuerpos”, dicen. “No sé cuál es la urgencia, si a su oficina a aplastarse va nomás”, dicen. “Ya mañana esos cuerpos ya no van a estar ahí”, lamentan. La comitiva se detiene en la salida de la comunidad, los investigadores corren al otro lado de la calle. Ahí hay una sorpresa. A menos de 15 metros de la canchita está la subdelegación policial de Ciudad Delgado, un edificio de dos plantas incapaz de hacer algo contra el cementerio clandestino que tiene frente a sus narices.

***

Ahora escuchamos la última llamada en el cuarto de los huesos. El doctor Saúl Quijada se le adelanta a Raymundo Sánchez.

—¿Qué caso me dice?

—…

—Permítame… ¡Ray! ¿Sabes si había un caso de restitución para hoy? ¿Cuál es?

Raymundo Sánchez busca en los archivos, encuentra por el que preguntan, ubica la caja, está al fondo del rimero de cajas que hay en una esquina. Amenazan avalancha los huesos. “Es el 48”. Son pocos huesos en la caja: un fémur, un par de vértebras, unas pocas costillas. El doctor Quijada le habla al teléfono.

—Mire, me va a disculpar con lo que le voy a decir, pero nosotros siempre procuramos decirle a los familiares que cuando hay pocos restos piensen ahorrarse el dinero de un ataúd grande…

—…

—Sí, son poquitos huesos. Con que consiga un ataúd pequeño, de esos para niños…

—…

—Está bien. No hay ningún problema. Es su decisión y nosotros la respetamos. Espero que no haya tomado a mal la sugerencia.

***

Llueve el cielo como si quisiera dejar caer toda su furia en una sola vomitada. El Muchacho entra a la morgue, donde lo esperan los doctores Quijano, Quijada, y los auxiliares Raymundo Sánchez y William Villanueva. Llega empapado.

Inicia el acto de restitución, y El Muchacho es como si estuviera ausente, como que no entendiera nada de lo que está ocurriendo ahí. Los doctores le explican que esos huesos son los de su pariente, que ve uno de los huesos cortados, porque de ahí se sacó el ADN que hizo match…

—¿A usted le tomaron la muestra? -pregunta el doctor Quijada.

—Sí, yo di mi sangre –dice El Muchacho, que sigue serio, desinteresado. Es como si entre esos huesos y él no existiera nada. Ni un vínculo. Nada. ¡Nada!

Y entonces Raymundo Sánchez comienza a sacar los huesos, uno por uno, y los coloca en un ataúd para adultos, pero al muchacho ese gran vacío sigue sin decirle nada. Un fémur, una vértebra, una costilla… En el ataúd hay un rompecabezas al que le falta un 90 % de sus partes. Raymundo Sánchez saca otro hueso, largo, blanco, y es hasta entonces cuando El Muchacho deja de estar muerto, reacciona, menea las piernas, que están paradas, desesperadas.

—¡Momento! –dice El Muchacho-. Déjeme ver eso…

A ese último hueso se le ha enrollado una pulserita, sencilla, de hilos entrelazados, con líneas azules, celestes y moradas.

—¿Puedo quedarme con esto? –pregunta El Muchacho, pero en realidad la pregunta es un ruego, que antes de pronunciarlo ya le ha partido la voz.

Agarra la pulsera, la observa en la palma de su mano, y es entonces cuando sus huesos le llaman, para despedirse, para decirle que ahora ya pueden descansar en paz. Ambos. El Muchacho aprieta la pulsera, con todas sus fuerzas, con todas sus fuerzas, con todas sus fuerzas, hasta que desde el corazón le sale un grito seco, uno que le cauteriza el alma, y eso le duele, y sin embargo, por curioso que parezca, ese instante es mil recuerdos, la mariposa de Raymundo Sánchez girando en dirección contraria a millón por segundo, el ardor en el pecho es un reencuentro que después de cauterizar, reconforta. Reconforta. Reconforta…

—¡¡¡Mi hermano!!! –grita El Muchacho, y ahora aprieta la pulsera contra su pecho. Por fin su hermano de toda la vida ha reaparecido, su hermano mayor, su único hermano en este mundo desgraciado.

Raymundo Sánchez guarda una osamenta en el cuarto de los huesos. Algún día, con suerte, aparezcan sus familiares vivos. Mientras tanto, el dice que dormirá aquí el sueño de los justos.
 
Raymundo Sánchez guarda una osamenta en el cuarto de los huesos. Algún día, con suerte, aparezcan sus familiares vivos. Mientras tanto, el dice que dormirá aquí el sueño de los justos.

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